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Publicado: 27 de Noviembre de 2015
Es algo instintivo, casi un acto reflejo: buscamos agradar a los demás. Un sentimiento que puede resultar paralizante e impedir que nos desarrollemos plenamente
Los electrizantes golpes de cadera de Elvis Presley fueron los responsables de que el paleoantropólogo Ignacio Martínez bautizara con el nombre Elvis a los restos fósiles de una pelvis. Perteneció a unHomo heidelbergensis que vivió hace unos 300.000 años. Si en esa época hubiera existido el récord Guinness, probablemente lo hubiera conseguido por vivir hasta los 45. Era un auténtico vejestorio. Viejo y cojo. Una enfermedad degenerativa de columna que padeció, probablemente desde su infancia, le impedía cazar y más bien lo convertía en un estorbo para su clan. Sobrevivió porque sus congéneres no lo sintieron así y lo cuidaron. Si Elvis hubiera sido relegado del grupo, hubiera muerto en poco tiempo.
Nosotros somos hijos de esos homos que grabaron en sus cromosomas “estás en grupo o mueres” o “si no gustas a los demás, te juegas la vida”. Ese sentimiento de “jugarse la vida” lo hemos heredado y miles de años después seguimos notando esa punzante sensación de algo gravísimo si no gustamos a los demás. Somos capaces de ir en contra de nuestras propias necesidades para actuar según lo que pensamos que el otro espera de nosotros. Son nuestros genes, nuestro cavernícola interior, los que encienden ese sentimiento. Ahora ya no solemos jugarnos la vida si el otro se enoja, pero lo seguimos sintiendo así.
No podemos manipular los genes para menguar ese terror instintivo, pero sí poner luz sobre nuestra reacción: si el otro se enfada, lo único que pasa (en la mayoría de casos) es que se ha enfadado y a partir de ahí lo que sintamos ya es cosa de nuestras interpretaciones. Seguir leyendo